Desde
hace unos años imparto conferencias en los cursos organizados por el CTIF de la
Comunidad de Madrid, cuyos alumnos son profesores y catedráticos de Instituto.
Los temas han estado siempre ligados a la historia contemporánea de España,
partiendo de la Guerra de la Independencia hasta la Restauración.
Este
año -escribía esto en febrero de 2010- toca la Segunda República y la Guerra Civil. Ya sabemos que toda la
historia está llena de tópicos, muchos falsos, y complejos, algunos comprensibles,
pero hay que reconocer que cierta izquierda es muy sensible ante cualquier
referencia a ese periodo, sin duda porque les sirve para hacer política. La
zanahoria estaba colgando y apareció Iñigo Aduriz, del diario Público,
para titular uno de sus artículos: “Aguirre ficha a neofranquistas para la
formación del profesorado” (26.01.2010).
El
motivo de tal disparate,
más allá de la calificación de dicho periodista, es la
radicalización de la izquierda desde el año 2002, cuando movilizaron a todos sus
efectivos para sacar del poder al PP de Aznar. El problema de dicho desbarro no
está en la defensa de sus principios, ideas o intereses, ni siquiera en cómo
–pues para corregirlo está el Código Penal y el Estado de Derecho-, sino en la
obsesión por la penalización social de la diferencia. Lejos, pero muy lejos de
ser “neofranquista”, una afirmación como la de Aduriz me muestra dos cosas. La
primera es la incapacidad de esa izquierda para entender cómo funciona una
democracia y, la segunda, que aún no ha entendido en qué consiste una
disciplina llamada “Historia”. Ese deseo totalitario, implícito en el artículo
de Aduriz, de que sólo exista una manera –la suya- de pensar, de sentir, de
creer, de explicar al hombre y a los procesos históricos, y de anular cualquier
otra, casa muy mal con la letra y el espíritu democráticos.
A
esa izquierda le gustaría que hubiera un control estatal previo y punitivo de
la libertad de expresión “desviada”. Esta práctica suele ser la primera herida
mortal de una democracia; de ahí los problemas en la Venezuela de Chávez. En
España se vivió con la Ley en Defensa de la República, auspiciada por el
gobierno Azaña en octubre de 1931. Esta es su historia.
Al éxito republicano del
14 de abril le siguió, como era lógico en la Europa de entonces, una oleada de
aspiraciones sociopolíticas visionarias para imponer o conservar un sistema. Ya
ocurrió en nuestro país en 1868, que tras la expulsión de Isabel II,
republicanos y carlistas creyeron que había llegado su momento y se lanzaron al
monte –incluso juntos en algunos lugares de Cataluña en 1872-. La violencia que
se desató en España entre abril de 1931 y enero de 1932 sólo podía compararse
con la que tuvo lugar durante los primeros meses de la revolución del 68. El
orden público se convirtió en el primer problema de la nueva República: a la
quema de conventos de mayo, le siguieron las huelgas revolucionarias de
anarquistas, especialmente, y de comunistas, como las de Sevilla y Barcelona.
Al socaire de esto, Ortega y Gasset escribió en Crisol el 9 de
septiembre de 1931 que la República no era una revolución, y que el
“radicalismo” acabaría con ella.
Manuel
Azaña creía que la violencia que soportaba el nuevo régimen se debía, entre
otras cosas, a la alteración que producían los periódicos que no eran
abiertamente republicanos. En junio de 1931 algunos ministros ya creían
obligado el controlar a esos medios con una norma capaz de imponer respeto con
su sola presencia. Existían mecanismos para suspender los derechos
individuales, entre ellos la Ley de Orden Público de 1870, pero el gobierno
necesitaba un golpe de efecto. Fue Miguel Maura, conservador, ministro de la
Gobernación, el que propuso una ley que sujetara a la prensa de oposición. El
propósito era defender el régimen silenciando a los críticos. Así pasó en
agosto de 1931, cuando los problemas con el cardenal Segura y la Iglesia
llevaron al Ejecutivo a suspender varios periódicos vascos y navarros porque
hacían una “labor subversiva”.
La
misma cuestión religiosa hizo que Alcalá Zamora y Miguel Maura dimitieran de
sus cargos en el Gobierno, lo que permitió que Azaña asumiera la presidencia.
Azaña se había mostrado hasta entonces contrario a la represión de la libertad
de imprenta, pero cambió de opinión y anunció en las Cortes que haría “respetar
la República”, y que si no conseguía respeto para ella, “el Gobierno la hará
temer”. Días después de este discurso elaboró, junto a Casares Quiroga y Carlos
Esplá, el proyecto de lo que se llamaría “Ley en Defensa de la República”. Así,
el 19 de octubre lo presentó al Consejo de ministros. Indalecio Prieto quiso
que se debatiera previamente en los grupos parlamentarios al ser una medida
grave. La intervención de Largo Caballero, ministro de Trabajo, fue decisiva
para que todos accedieran a que se aplicara un procedimiento de urgencia.
Al
día siguiente, el 20, Azaña convenció a Julián Besteiro, presidente de las
Cortes, de que se saltara la vía parlamentaria habitual. De esta manera, los
diputados conocieron el proyecto de boca del presidente, en plena sesión de las
Cortes. No hubo posibilidad de enmiendas. La norma azañista tipificaba como
delitos de agresión a la República “la difusión de noticias” que pudieran
quebrantar el “crédito o perturbar la paz o el orden público”, así como
aquellas que redundaran en “menosprecio de las instituciones u organismos del
Estado” o hicieran “apología del régimen monárquico”. Era el delito de opinión
y la penalización por no ser republicano gubernamental. Lo peor era que dejaba
en manos de la autoridad gubernativa la suspensión, el confinamiento o el
extrañamiento de los medios.
En
una tensa y extraña sesión en las Cortes del 20 de octubre de 1931, Santiago
Alba advirtió al gobierno que iba a ser “infinitamente mayor el daño que
causéis que aquel que pretendéis evitar” con una Ley que “no se acomoda al
juicio de ningún demócrata”. Ángel Ossorio y Gallardo, sentenció que “en un
sistema medianamente liberal cabe hacer la apología de sistemas contrarios al
que prevalece; y si no admitimos esto, no queda ni recuerdo de la libertad”.
Manuel Azaña, por su lado, con no poca demagogia y violencia, dijo que si había
gente que aún no era republicana “de todo corazón y con plena voluntad”, el
gobierno tenía “medios para, de una manera fulminante, hacerle sentir todo el peso
de su autoridad”.
Había
que ser gubernamental a la fuerza, por eso Azaña señaló que existía una “mala
prensa”, “hojas facciosas” y “pequeñas bellacadas clandestinas” que llevaban el
“descrédito de la institución republicana y de sus hombres, y del Parlamento, y
de los Diputados, y de su obra legislativa ¿a eso vamos a llamar Prensa, a esos
reptiles...”, a esas “monas epilépticas que por equivocación llevan el nombre
de hombres”.
La
ley azañista llamada de Defensa de la República, en la que el gobierno
sustituía a los tribunales para castigar a la opinión crítica, fue un serio
perjuicio para la credibilidad democrática del régimen. Porque la democracia
siempre ha sido la garantía de los derechos individuales, de la pluralidad de
credos, pensamientos e intereses, por muy dispares que sean, cuyo control está
sujeto a la decisión de los jueces.
¿Sirvió
para algo la mordaza azañista? No. Los anarquistas se levantaron contra la
República en enero de 1932 y de 1933. Sanjurjo y un grupo de militares
monárquicos intentaron un golpe de Estado en agosto del 32. La ley estuvo en
vigor hasta agosto de 1933, cuando fue sustituida por la Ley de Orden Público.
Un año y pocos meses después los mismos que propugnaron la Leyes en Defensa de
la República y de Orden Público iniciaban una torpe revolución contra el
gobierno legalmente constituido. Es más, antes de las elecciones de febrero de
1936, la censura previa se impuso para toda la información salvo la
parlamentaria. Sirvió de poco.
La
penalización social de las opiniones, tan del gusto de la izquierda radical en
estos últimos años, es una de las enfermedades que han llevado a España en su
historia a sus peores momentos. El disparate de Iñigo Aduriz en Público
llamando “neofranquistas” a los liberales que imparten el curso bien podría
incluirse en los periódicos más virulentos de la Segunda República, a no ser
que creamos que Franco era un liberal. Quizá es que se carteaba con Hayek,
Popper, Arendt y Berlin, o seguía a la escuela económica austriaca, o leía en
la intimidad a Jefferson y a Tocqueville, ahí, en El Pardo, entre la Guardia
Mora y las cacerías. En fin; cuánto talento pululando.
Artículo publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital.
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