¿Qué puede hacer un
Gobierno cuando sabe que la oposición quiere levantarse en armas contra la
legalidad? La Historia
nos ofrece múltiples soluciones. Una de ellas fue la que tomó el gabinete liberal
de Sagasta cuando supo que los republicanos preparaban dar un golpe de Estado aprovechando
la muerte de Alfonso XII (25.XII.1885) y antes de que naciera el hijo que
esperaba la regente María Cristina de Habsburgo, que tuvo lugar el 17 de mayo
de 1886. El gobierno dejó hacer, no por
falta de coraje o medios, sino porque sabía que la mejor manera de deshacer por
una buena temporada las intentonas republicanas era que los conspiradores se
mostraran tal y como eran. Fue el último intento de golpe republicano del siglo
XIX, y el más ridículo.
Los republicanos
estaban entonces muy divididos. Emilio Castelar se había separado de todos sus
antiguos compañeros fundando una opción conservadora y posibilista. Pi y
Margall auspiciaba un movimiento federal, Ruiz Zorrilla lideraba el partido progresista
republicano desde el exilio voluntario en París, y Nicolás Salmerón había
conseguido reunir a un grupo que luego sería el de “los centralistas”. En enero
de 1886 estos tres llegaron a una alianza, la Unión Republicana. Castelar se
negó a pertenecer a ella porque sus antiguos compañeros no habían renunciado al
método revolucionario. Le insultaron llamándole “monárquico”, pero se mantuvo
firme.
Pero Castelar tenía
razón, porque en la redacción del diario zorrillista El Progreso se reunían miembros de la Asociación Republicana
Militar con otros personajes de la más diversa índole social. El plan de los
golpistas era cortar las comunicaciones de ferrocarril y telégrafo de Madrid y
de otras grandes ciudades, volar los puentes y atacar a las fuerzas
gubernamentales que estuvieran aisladas. Después propagarían noticias
exageradas y violentas para dar la impresión de que el golpe había tenido
éxito. El general Villacampa se erigió en cabecilla del pronunciamiento y se
puso en contacto con los gerifaltes republicanos. Salmerón dio el plácet a
Villacampa por la única razón de que éste era enemigo de Ruiz Zorrilla, a quien
le dieron una fecha falsa para el alzamiento. Se contó con Pi y Margall porque
les aseguró que los barrios bajos de Madrid eran federalistas, y que se podía
reclutar allí a una multitud para dar el golpe.
Villacampa adelantó por su cuenta el pronunciamiento al 19 de septiembre
(a Ruiz Zorrilla le dijeron que sería el 22). Reunió en una sastrería de la
madrileña calle de Preciados a varios militares y a algunos civiles para
proponerles las diez de la noche como la hora y el cuartel de los Docks, en
Atocha, como el punto de reunión.
A la hora convenida, los comprometidos de Villacampa recorrieron de
punta a punta Madrid gritando: “¡Viva la República!”. Prieto y Villarreal, uno
de los involucrados, confesaba años después que sólo les siguió “una turba de
chiquillos” que tomó el golpe como una chanza. Y la verdad era que lo parecía.
El capitán Casero, otro de los sublevados, decidió abrir un boquete en la pared
del cuartel de San Gil porque el capitán de guardia no le dejaba abrir la
puerta. Ya fuera se encontró con el ayudante de campo del Capitán General de
Madrid, a la sazón Manuel Pavía. “¿Qué hace?”, le preguntó. A lo que Casero
contestó: “He salido a proclamar la República”. El ayudante dio media vuelta y
fue a capitanía a organizar la represión.
Entre tanto, Villacampa llegó al cuartel de Docks para sublevarlo,
pero ni siquiera le abrieron las puertas. Ordenó forzar a tiros la cerradura,
fracasando y llevándose algunos disparos. Corrieron entonces a los barrios
bajos para levantar a los federales de Pi y Margall, pero sólo obtuvieron la
callada por respuesta. Marcharon a la estación del Mediodía, cerca de allí,
para secuestrar un tren e ir a Alcalá de Henares a probar fortuna. Prieto quiso
que un maquinista colocara un tren en la vía, pero aquél se negó. Y ante la
amenaza de fusilarle dijo que él únicamente obedecía al jefe de máquinas.
Llamado éste, accedió con la condición (el espíritu burocrático) de que le
firmara un papel que le eximiera de responsabilidad. Así lo hizo Prieto,
aunque, según escribió, “no con mi nombre”.
Villacampa había ido a Vicálvaro donde encontró la misma indiferencia
que Prieto en Alcalá. Decidieron entonces dispersarse para huir mejor. Pavía se
acercaba.
El fracaso fue tan sonoro como ridículo. Ruiz Zorrilla y Salmerón
echaban chispas. Castelar escribió que éstos
ni aprenden ni escarmientan (…) reñirán en privado y se abrazarán en
público. Diciendo los unos infamias horribles de los otros, quedarán juntos
hasta el día en que, llegados al Gobierno, sus celos precipiten la Patria en el
abismo y la República en el deshonor.
Villacampa, junto al teniente Felipe González, y los sargentos Bernal,
Cortés, Gallego y Velázquez (Prieto escapó) fueron detenidos el 22 de
septiembre. En juicio sumarísimo se les condenó a muerte. La hija de Villacampa
suplicó el indulto a todo personaje relevante de Madrid. El fantástico escritor
Francos Rodríguez contaba que Felipe Ducazcal, pintoresco personaje de la
capital, antiguo líder de la partida de la porra en el Sexenio revolucionario,
primero republicano y luego alfonsino, dispuso un plan de evasión de los
condenados a través de las alcantarillas de la prisión. El Gobierno Sagasta
decidió el 4 de octubre que se cumplieran las sentencias. Todo quedaba en manos
de la regente María Cristina. Entraron en capilla los amotinados. A las siete y
media de la tarde, a punto de confesarse, entró el general Blanco para
decirles: “Su majestad indulta a ustedes. ¡Viva la Reina!”.
El indulto inducido
por Sagasta para mejorar la imagen pública de María Cristina dividió al
Gobierno. El ala derecha de Gamazo quería que se cumpliera la condena; no así
Montero Ríos, que abogaba porque al ridículo republicano se sumara la clemencia
monárquica evitando así la creación de “mártires”. La solución de Sagasta a la
crisis fue inteligente: retiró a los jefes de los extremos –Gamazo y Montero
Ríos-, e introdujo a dos amigos moderados, Navarro y Rodrigo, conservador, y
Víctor Balaguer, viejo progresista.
El republicanismo
histórico murió aquel septiembre de 1886. La nueva generación que sustituiría a
los Ruiz Zorrilla, Salmerón y Pi y Margall fraguaría un nuevo modo de llegar a
la República, al estilo del radicalismo francés: populismo y cercanía a los
socialistas. Viendo esto, no le faltaba razón a Castelar cuando, a raíz del
fracasado pronunciamiento de Villacampa, le escribía a Moreno Rodríguez que si
ganaban esos republicanos “no volveremos a ver la libertad en España. Viene una
República en la cual sólo habrá víctima y verdugos. La dictadura de la cobardía
y de la barbarie”.
Jorge Vilches
Publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital (16/12/2009)
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